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—¡Hey, usted! ¡Su carnet de identidad, por
favor! —la voz del policía, modulada por los altavoces del casco, inundó la
calle— ¡Y el suyo también, ciudadano!
Por un instante todos los
peatones de detuvieron. El suceso duró apenas unos segundos. La llamada estaba
dirigida a dos personas que llevaban una carretilla a toda prisa. Estaban a
punto de desaparecer por una calle poco transitada cuando el policía los llamó.
El hombre alto de la camiseta y el forzudo con la camisa abierta se detuvieron.
Pese a no tratarse de un
policía de la brigada especial, la armadura personal de kevlar, el ancho escudo
transparente y el bastón de estática constituían una amenaza igualmente
aterradora. El policía era considerablemente alto, muy por encima del estándar,
incluso si no hubiera llevado el equipo anti motín habría resultado
impresionante. A paso lento el oficial se acercó a la carretilla.
—¿Qué llevan ahí?
—Nada,
oficial. —dijo el alto—. Solo materiales de construcción.
—Eso, eso —añadió el fuerte
agregando un tic nervioso a sus palabras—. Un poco de polvo de piedra y arena.
Nada más.
—¿Ustedes se creen que yo
soy bobo? —el policía alzó el bastón y tocó el saco con la punta. El sonido
metálico llegó a todos por igual— ¿De cuando acá el polvo de piedra y la arena
suenan así?
Ambos hombres comenzaron a
sudar frío.
Ninguno de los hombres
consideraba al policía una amenaza seria. Ni siquiera el bastón constituía un
problema. En muchas ocasiones habían recibido golpes de estática. El escudo
anti motín o la armadura tampoco era un problema. Aquel hombre uniformado y
cubierto de kevlar no los intimidaba. Pero, desde la esquina, un artefacto
colgado de un viejo poste apuntaba hacia ellos. Su forma era alargada como un
fusil pesado. A su lado, una cámara panorámica escudriñaba la calle mientras
todo el equipo se sacudía y apuntaba.
Un arma-robot.
La verdadera policía en las
calles.
Equipos sin vida. Vigilantes
de las calles y las aceras. Respondiendo solo a la lógica de sus fríos
cerebros. Tenían todo tipo de municiones. Balas ordinarias, plásticas,
perforantes, antiblindados, cañones de gel inmovilizante, espuma, granadas
aturdidoras... de todo. Un verdadero arsenal usado según los designios de una
Inteligencia Artificial patentada en Japón y ensamblada en China. Un policía
incorrupto autorizado a emplear cualquier tipo de fuerza con tal de mantener el
orden. La solución de la República Popular China contra la corrupción policial.
Los famosos Guardianes de Beijing ya estaban en la Habana.
Y estaban todas locas.
Lo mismo les daba por
tirarle a todos los frikis que la cogían con los grupos de personas a partir de
determinado número primo. Disparaban a los negros y a los de pelo largo por
igual. Unas veces les atraían las lentejuelas, otras las parejas o los tríos.
Incluso le disparaban a los propios policías. Imprimían en sus registros la
palabra “Corrupción”. Si el oficial sobrevivía al ataque quedaba fuera del
servicio deshonrosamente.
Todos temían a los Tiradores
Eléctricos.
La mayoría transitaba por
calles vecinales donde no los habían instalado. O en las horas picos cuando las
multitudes les impedían disparar. Un protocolo anti manifestaciones les impedía
a sus retorcidos cerebros digitales disparar a mucha gente junta. “Cosa de las
naciones unidas y los derechos humanos”,
La presencia de aquel
Tirador Eléctrico era lo que ponía nerviosos a aquellos hombres, acostumbrados
a lidiar con la infantería policial. Hábiles como eran en quitar bastones o
encontrar con un punzón las fisuras en las corazas. Pero incapaces de luchar
contra el francotirador mecánico en lo alto de un poste.
—Está bien, oficial —dijo el
alto—. Es una balita.
—Repite que no te oí.
—Una balita, un contenedor
de corriente. Pero no pensábamos hacer nada malo con ella.
—¡Por supuesto! —rió el
policía—. No se puede hacer nada peligroso con una balita. O se vende o se usa.
Pero ambas cosas son ilegales.
—Mire, guardia, denos una
oportunidad —interrumpió el fuerte—. Un hermano nuestro tiene a su mamá enferma
y necesita unos watts de más...
—¿De cuanto es?
—350.
—Pues sí ¿a cuánto?
—Cien.
—¡Oye, afloja!
—Mira lo que dice la tapa.
Podía leerse
claramente en alfabeto cirílico: Corporación sleva. 350 kilowatt.
Manténgase alejado del calor y los campos radioeléctricos. El intermediario
mostró dos colmillos de oro en una sonrisa
—¿Ves? Esto es calidad.
—¿Dónde conseguiste esto?
—Rompiendo el bloqueo,
compañero. De dónde lo saqué no importa. Son 350 kilowatt. ¿Te interesa, sí o
no?
—Claro que me interesa. Esto
en el barrio se vende como pan caliente. A nadie le alcanza para todo el mes la
corriente que dan por la libreta.
*
—Mire, guardia —comenzó a
decir el hombre alto—. Le voy a hablar claro porque hablando los hombres se
entienden. Acá el colega y yo tenemos antecedentes por tráfico ilegal de
corriente eléctrica. Si nos lleva ahora nos va a buscar tremenda complicación.
Posiblemente no podamos ver la calle en un buen tiempo. Nosotros no hemos hecho
nada malo, solo resolverle a la gente... No se lo pido como policía. Se lo digo
de hombre a hombre.
Se hizo un silencio
incómodo.
A unos metros el arma-robot
se sacudió, impaciente.
—Está bien —dijo por fin el
policía—. Pueden irse. Pero la balita se queda aquí.
—Pero, oficial... —comenzó a
decir el forzudo pero su compañero le sacudió el brazo.
—¿Quieres que te cargue con
balita y todo? —continuó el policía— ¡Andando, largo de aquí!
El fuerte comenzó a murmurar
la frase: “¡Qué clase de descaraos son
todos ustedes! Deberían comprar más corriente a los rusos en lugar de tantas
armas robot a los chinos…” Pero el alto tiró de él y ambos se alejaron.
El policía, por su parte, miró hacia atrás para cerciorarse de que el arma
girara hacia otra dirección. Cuando estuvo fuera de su rango de visión guardó
el bastón en su funda y sacó un teléfono celular del bolsillo. Apagó el
circuito interno de comunicaciones y marcó un número.
—Oigo —dijo femenina desde
el otro lado de la línea.
—Katia, soy yo.
— ¡Papi! ¿No estabas
trabajando?
—Sí. ¿Estás en la escuela?
—Acabo de salir de clases, pero
por la tarde tengo turno de Educación Física y un laboratorio.
—¿A qué hora terminas?
—Tarde.
—¿Podrías escaparte un
minuto y venir hasta Infanta y Carlos III? Necesito que lleves una cosa para la
casa.
—¡Papá! Estoy en la escuela…
—La universidad está ahí
mismo, chica. Esto es importante
—¡No es justo!
—Katia, atiéndeme. Tengo 350
kilowatt de corriente en una balita. La acabo de decomisar y el arma robot me
está mirando todo el tiempo. ¿Aún quieres quedarte leyendo hasta tarde?
—Sí. De no ser porque tengo
un padre fascista que corta la corriente de toda la casa a las once de la
noche.
—Lo hago porque no nos
alcanza la que nos dan por la libreta. No podemos usar el soporte vital de tu
abuela y la computadora al mismo tiempo. ¿Quieres más corriente? Ven aquí y
lleva la balita para la casa. Educación física puede esperar.
—¿A quién se la quitaste?
—¿Y eso qué importa?
—A un infeliz de seguro.
¡Abusador como eres!
—¿Tienes idea de cuanto vale
una balita de 350 en la calle? La gente se está haciendo rica con eso. Si no
tuviera el uniforme tendríamos que comprarla en lugar de la comida. ¡Acaba de
venir, niña!
—Si no tuvieras el uniforme
saldrías por quinta avenida con un letrero de “Abajo la Revolución Energética”.
—Y terminaría preso. Déjate
de boberías y ven a recoger esto. Yo no puedo moverme de aquí.
—Voy saliendo —y colgó.
El policía guardó el
teléfono, puso el escudo en el suelo y se estiró. Lentamente sintió como le
traqueaba la columna y la sensación de placer se apoderó de él. Pese al calor
de la armadura, el sol de la calle y el pesado cinturón comenzaba a sentirse
bien. Acababa de resolver 350 kilowatts, sumados a los 300 de la balita de su
casa solo tendría necesidad de buscar 200 kilowatt en la Bolsa Negra. Con 850
kilos podía terminar el mes holgadamente, sin apagar el soporte vital de su
suegra quien, contra todos los estereotipos, lo adoraba. Tampoco tendría que
limitarle el uso de la computadora a Katia. Pensó en su hija, encaprichada en
estudiar una carrera universitaria tan inservible como la Física Nuclear. Ya
los rusos no eran los de antes, pensaba, como en los tiempos de su padre.
Cuando ser un gran físico teórico te volvía importante. Aquello había quedado
atrás con el Muro de Berlín. El viejo Daniel Sotolongo, descubridor del principio físico que hace
funcionar las balitas, solo recibió la Orden José Martí. Después le dieron un
Lada y mucho trabajo en el instituto. “Ese se va a morir solo” —pensó—. “Solo
quiere a su Revolución y a su ciencia. Como no se ponga a botear con el Lada
que le dieron se va a morir de hambre. Pero Katia no será igual. Que estudie
física está bien, eso la hará más inteligente. Pero cuando se gradúe lo mejor
para ella será una corporación.”
—Tengo que comprarle un ipod
—dijo en voz alta mientras pensaba aún en Katia—. Bastante se esfuerza, la
pobre.